Bonifacio era un gato feliz. Vivía en las calles de Varsovia, una ciudad preciosa y muy confortable, donde en invierno la temperatura frecuentemente baja de los 15 grados bajo cero. Comía de las basuras, pero poco, para conservar bien la línea y que no le subiera el colesterol. Era un cachorrote de pocos meses y estaba en los huesos…
Pero un día sucedió lo peor. Una pareja de humanos sin escrúpulos lo cogieron y lo llevaron a su casa. Allí le obligaron a vivir calentito, y a comer unas latas de salmón, gambas y atún que no estaban a la altura de su paladar de gourmet. También intentaban colarle unas bolitas duras e insípidas, menos mal que él les explicó que eso se lo podían comer ellos…A veces lo bañaban ¡QUE HORROR! ¡MISERABLES! Además le exigían estar muchas horas tumbado delante de un ordenador, a echarse siestas interminables junto a los radiadores, a vigilar por la ventana a los vecinos, y a despertarles todos los días mordiéndoles los pies y tirándoles del pelo. Incluso le compraron un ratoncito de juguete, y lo forzaban cruelmente a jugar con él sin parar.
Todas las noches Bonifacio ponía a dormir a su ratoncito de peluche debajo de la cómoda del dormitorio: allí lo dejaba calentito detrás de una pata del mueble. Y cada mañana después de desperezarse, estirarse, hacer sus ejercicios matutinos y despertar a los humanos, Bonifacio acudía a levantar a su ratoncito: le maullaba, le gruñía, le conminaba a salir y si no lo hacía (nunca lo hacía) al final lo sacaba a zarpazos lanzándolo por al aire con alegría.
A Bonifacio también le gustaba mucho meterse en los armarios y colarse en los cajones. Los humanos tienen montones de cajones llenos de ropas suaves y perfumadas, y extrañamente no se meten nunca a revolcarse entre ellas. Es un misterio para un gato la utilidad que le dan los humanos a esos cubículos que huelen a jabón. Siempre que encontraba una rendija abierta, Bonifacio se colaba dentro con su ratoncito y aprovechaba para echarse una buena siesta.
Un día observó que el humano macho colocó un cajón (con tapa abatible) sobre la cama, y empezó a meter en él montones de jerseys, camisas, calcetines y otras maravillosa tentaciones gatunas. Aprovechó un descuido y se coló dentro, acompañado por su ratoncillo inseparable…
-¡Fuera de ahí, Bonifacio, que estoy haciendo la maleta….!-, grito el humano cuando comprobó el desorden de sus ropas recién guardadas… Bonifacio no tuvo más remedio que abandonar el terreno recién conquistado con dignísima parsimonia, no sin antes haberle brindado su más expresivo mohín de desprecio…
Partió el macho humano llevándose su cajón portátil, pero….¡OH DESGRACIA…! ¡EL RATONCITO HABÍA DESAPARECIDO…! Bonifacio lo buscó por toda la casa…, por debajo de las camas, por los rincones, tras el sofá… A su ratoncito parecía habérselo tragado la tierra. Bonifacio comprendió la verdad: el ratón estaba escondido debajo de la cómoda y no quería salir. Allí quedó el pobre Bonifacio maullando sin consuelo, estirando sus patas rebuscando por el fondo del mueble….
-¡Sal, ratón, que no voy a hacerte nada…! ¡No puedes quedarte ahí para siempre…!, maullaba lloroso y lastimero Bonifacio. Pero el ratón no aparecía. Había viajado escondido en la maleta hasta Marinador, Ciudad de Vacaciones y estaba tostando su barriguita bajo el sol de España.
La hembra humana se hizo cargo de la gravedad del caso cuando Bonifacio pasó un par de días maullando lastimero junto a la cómoda, sin separarse de allí…, sin comer.... , sin beber…, casi sin dormir…. Fue a la tienda a comprar otro ratoncito. Pero no era el mismo. Bonifacio no podía cambiar una amistad de años de juegos juntos por un impostor advenedizo que además no olía a nada. La humana restregó el ratón de trapo por toda la casa, por la cama, cerca del comedero, por el sofá…, contra su propio cuerpo… Nada, aquel no era el ratón de Bonifacio.
Y allí agachado, enroscado, lloroso y tristísimo quedó Bonifacio durante una semana, lo que tardó el humano en volver de su viaje y traer de nuevo a casa a su ratoncito. Cuando Bonifacio al fin se encontró cara a cara con él le organizó una buena bronca, lo tiró por los aires, lo arrastró, lo agitó agarrado por la cabeza y le arrancó el rabo. Los ratones desobedientes se merecen un buen escarmiento.
-¡Y QUE SEA LA ÚLTIMA VEZ…!- le dijo Bonifacio al ratón mientras le arrancaba un ojo de fieltro. Estuvo algún tiempo huraño y rencoroso, pero al fin lo perdonó y lo acostó, como siempre, debajo de la cómoda.
Nota del autor: algunas semanas después, los humanos adoptaron a otro gato abandonado y hambriento, Ambrosio, y desde entonces ambos comparten los cajones, los malditos baños, el ratoncillo y su displicencia con los humanos…
que bueno! jejejeje y que gran última foto!
ResponderEliminarQué historia más hermosa!
ResponderEliminar